Para muchos Jesuitas está siendo un gran descubrimiento el asunto de trabajar en red, de participar en una red, se sacar provecho de una red. Muchos de nosotros lo habíamos visto como un desarrollo reciente de las ciencias sociales, de la necesidad de las grandes corporaciones para ser más eficientes en los mercados y de las instituciones académicas para aprovechar mejor sus recursos y las oportunidades de progresos en las diferentes disciplinas en las que labora.
Este imaginario en la mente de muchos de nosotros se ha convertido en un obstáculo para obtener mejores resultados provecho usando esta forma de proceder. De una lado, para muchos una red y participar de una red, es sinónimo de una reunión que se lleva a cabo cada cierto tiempo, de la que no hay que informar nada, esperar nada y en la que trata de mostrar lo que yo o mi organización está haciendo y que me acredito para ser el presidente de la misma.
Otros jesuitas simplemente las descalifican porque las consideran una invasión de modos y maneras de actuar del mundo moderno y corporativo, que nada tienen que ver con nuestra manera espiritual y nuestro modo de proceder ignaciano, guiados por una verdad ya conocida.
Mis últimos quince años como jesuitas los he dedicado en mi provincia (Colombia) en mi conferencia (CPAL) y en la Curia General, a trabajar en la recuperación de una de las tradiciones más ignacianas: La gratitud con nuestros benefactores. Gratitud que no se reduce a tarjetas de navidad o placas con su nombre en los edificios construidos con su generosidad. Se trata de agradecerles con lo que San Ignacio llamó el “Aprovechamiento”. En lenguaje de hoy, poder compartir con ellos “el impacto” que su aporte -como fundador, como donante, o como socio regular de una acción que llevamos a cabo- tuvo en una comunidad específica, de acuerdo a un estudio previo y a un plan de trabajo diseñado para alcanzar un resultado específico.
Para no ir tan lejos en la historia de la Compañía, déjenme compartir mi primer contacto con una red jesuita. Cuando yo hacía el cuarto año de elemental, ingresé al colegio de los jesuitas de mi ciudad, Bucaramanga. Esto hace 60 años. Existía en Bogotá una oficina de misiones, que era llevada por un antiguo misionero en China. Con la llegada de Mao, Los misioneros Colombianos fueron dispersos en Filipinas y Taiwán. Los años siguientes fueron destinados a Japón y al Congo. Cada año, teníamos las charlas de un misionero (cuando venía a visitar a su familia). Todo el colegio se reunía en el patio-salón a escucharlo. Y después en cada división, teníamos el maestrillo encargado que nos motivaba para que recogiéramos estampillas, hiciéramos rifas, pidiéramos a nuestros familiares aportes para enviar a los misioneros. Esto se hacía en los Colegios y en las parroquias. Rectores, directivos, profesores, alumnos, párrocos, feligreses, se sentían parte de la red de apoyo a los jesuitas que estaban en estos puestos de misión.
Esta visita no era improvisada. Era parte de un plan que debía hacer coincidir el tiempo de la estadía del misionero en Colombia con el tiempo escolar de los alumnos. Que no cruzara con otras actividades similares. La Congregación Mariana, el Apostolado de la Oración, los Scouts, la Cruzada Eucarística, ni los encargados de las obras sociales de la parroquia o del colegio, veían esta visita y el recaudo de fondos como una competencia y una reducción de oportunidades para sus propios proyectos. Tampoco los párrocos y los rectores veían una amenaza a los intereses de la obra bajo su responsabilidad, si participaban de esta red de apoyo sistemático a la acción misionera de la Provincia.
Las oficinas de misiones, llegaron a establecer una red de relaciones, contactos, sistemas de información y de recaudo muy eficiente en los tiempos que no había WhatsApp, transferencias electrónicas ni tarjetas de pago por contacto. Una red que involucraba las casas de formación, los alumnos y exalumnos, los feligreses y los ejercitantes, los familiares de los jesuitas, los colaboradores laicos y las asociaciones de fieles.
Los tiempos, personas y lugares han cambiado mucho en estos 60 años, pero de una cosa estoy absolutamente seguro: las redes han sido parte del ADN de la Compañía de Jesús.
Sería un error querer conservar las formas y maneras que fueron exitosas en otros contextos- religiosos, económicos, sociales-, como es un error creer que somos nosotros los que estamos descubriendo las redes como el mecanismo que nos potencializa y nos permite alcanzar mejores resultados en esta era.
En nuestra capacidad de combinar nuestra herencia Ignaciana con el mejor uso de las herramientas que tenemos hoy para llevar a cabo la misión en el marco de las preferencias Apostólicas Universales, está fundado el “aprovechamiento” de las comunidades con las que trabajamos y a las que servimos en cualquier parte de esta Casa Común.
Termino con lo que San Ignacio le escribió a Francisco de Borja el 17 de septiembre de 1555. “…es un error confiar y esperar solo en lo que puedo hacer; como también es otro error confiar en que todo lo hace Dios Nuestro Señor, sin querer poner de mi parte todos los dones recibidos”. [MH. T9, 5736. págs. 626-627]