Pensaba estos días que somos afortunados de poder contribuir a la misión de la Compañía desde lo que llamamos el apostolado social, nuestro querido sector social. Servir a las personas más vulnerables es una responsabilidad, pero también un privilegio. Se nos ha confiado atender las necesidades de las personas más desprotegidas. Es todo un don, y también una tarea. Desde esa condición de “regalados” y “atareados”, comparto algunas reflexiones.
Estos días sentimos el dolor de muchas personas y
colectivos. En especial de quienes han enfermado y se encuentran ingresados en
hospitales; o de las personas mayores que están atravesando en soledad este
tiempo de confinamiento; o de quienes carecen de familia en la que apoyarse y
sienten miedo; o de quienes deben despedir a algún familiar fallecido sin poder
verlo ni celebrar el duelo junto a otros seres queridos.
Estos días también seguimos acompañando otras formas de
sufrimiento, más conocidas, pero con nuevos matices: el de los menores con los
que convivís; el de los migrantes expuestos a vivir en la calle, o con grandes
precariedades, o sencillamente sin ingresos; el de las personas presas en las
cárceles, que viven encerradas y con temor y sin apenas contacto exterior y el
de las comunidades pobres de otros países que sienten que se les aproxima una
ola que próximamente les sacudirá.
Pero no es solo el dolor de hoy el que nos preocupa, sino
también el de mañana, que pronto llegará. Afrontaremos una severa crisis
económica que empobrecerá a muchos y, que, si no se resuelve de un modo
radicalmente distinto al de la última década, nos dejará graves secuelas de
desigualdad. De hecho, no sabemos qué mundo quedará tras esta crisis, pero será
diferente del que conocíamos. No volverá a ser el mismo, lo cual no deja de ser
inquietante.
Un tiempo para la compasión y la solidaridad
En primer lugar, este es un tiempo para la compasión y la
solidaridad, es decir, para padecer con otros y para sentirnos unidos a
quienes más sufren. Conocemos muy bien lo que significa la solidaridad
activa, la que se esfuerza en poner a disposición de otras personas todos
los recursos que tenemos –humanos, espirituales y materiales–. Es lo que
habitualmente hacemos, darnos por entero personal e institucionalmente. Esa
forma de solidaridad activa suele plenificar interiormente, porque aunque podemos
quedar exhaustos, tenemos el consuelo de saber que nos hemos entregado
completamente, lo cual reconforta.
Nos cuesta más la solidaridad pasiva, que se debe
conformar con estar al lado de quien sufre sin poder recurrir a una palabra o
un gesto que alivie, porque sencillamente no los tenemos. Tal vez sea la forma
básica de compasión humana, porque los seres humanos somos esencialmente
frágiles y, a veces no podemos nada, sencillamente nada. Por eso, el primer
modo de consuelo consiste en la presencia, la más desnuda presencia, aunque sea
incapaz de dar nada más.
Pero hay una tercera forma de solidaridad, la de la solidaridad
fracasada, es decir, solidaridad en el fracaso, mucho más dura, pero
seguramente más honda, que ojalá no tengamos que probar, pero que debemos ser
capaces de afrontar con entereza, llegado el caso. Es la solidaridad de quien
comparte el fracaso de los que pierden o peor viven, al experimentar a su vez
el fracaso de sus proyectos institucionales o personales. Es una forma de solidaridad
intensamente cristiana, más comprensibles al final de la Cuaresma, cuando nos
disponemos a acompañar la pasión de Jesús en la Semana Santa. Es la solidaridad
de quien finalmente comparte destino, como hizo Jesús, haciéndose pobre con los
más pobres. Empeñados en amar y servir a los más pobres sería difícil que no
experimentáramos algo de esto.
Tiempo para la renovación interior
En segundo lugar, este es también un tiempo para la
renovación interior. No podemos dejar pasar todos estos días de
confinamiento sin darnos la ocasión de orar y reflexionar más y de crecer
humanamente al ir más adentro. Este tiempo tiene una dimensión sabática que no podemos
descuidar.
En realidad, es una oportunidad para recapacitar y cambiar
nuestro rumbo como humanidad. El camino que ha emprendido el ser humano en este
comienzo del s. XXI nos dirige a un despeñadero. Todos lo sabemos, pero
carecemos de la voluntad colectiva para modificar esta dirección. Estamos
distraídos, sin querer oír el ruido sordo que llega del desfiladero. No podemos
seguir castigando la vida del planeta como lo hacemos y no podemos seguir
aupándonos sobre el dolor de los excluidos –o indiferentes a él– para mantener
nuestro modo de vida. La crisis del coronavirus será más larga o más corta,
pero será pasajera. Sin embargo, la crisis socioambiental actual es de largo
plazo, es el desafío de nuestra generación. Y para superarla necesitamos un ser
humano nuevo, una cultura nueva, una forma de extraer, producir, consumir y
desechar distintas, instituciones políticas que transformen las actuales estructuras
de solidaridad, absolutamente insuficientes a nivel nacional y cuánto más a
nivel internacional. Y posiblemente, precisamos otra espiritualidad y otra
forma de vivir la religión.
Ese es el desafío de nuestra época. Hoy, con el coronavirus,
experimentamos un escenario inesperado, que nos ha alcanzado desprevenidos. Si
seguimos como hasta ahora, aguardan a la humanidad pasajes semejantes en el
futuro, quién sabe de qué magnitud.
En esta crisis del coronavirus vamos a tener que tomar
muchas decisiones sustanciales. En el plano personal, en el institucional, en
el político y a nivel del mercado. Eso nos brinda la ocasión de modificar
muchas realidades. Por eso, esta crisis puede ser una oportunidad para rehacer
nuestra humanidad, para contagiar la virtud de la solidaridad, para crear
estructuras de convivencia que protejan a todos y todas y para apearnos de
nuestro consumismo desbocado y despreocupado. De ella puede nacer una
ciudadanía global, con conciencia de que compartimos bienes globales que
debemos gestionar para bien de todos. Seres humanos con un mismo destino de
especie. Así que tiempo para recapacitar. De las cenizas de los desplomes pueden
surgir las creaciones más generosas. Un sábado silencioso y confinado de
renovación interior desemboca en un domingo creativo y luminoso.
Tiempo para la esperanza
Por eso, en tercer lugar, este es un tiempo para la
esperanza. Esperanza porque somos cristianos y tenemos nuestra fe puesta
en un hombre humillado, abatido y fracasado, que, frente a todo lo
razonable, creemos que sigue vivo entre nosotros. Creemos que su
proyecto de una humanidad reconciliada y en armonía con la naturaleza, proyecto
por el que lo entregó todo, tiene futuro: porque Dios tiene futuro y con él los
descartados y la vida amenazada, pues es un Dios que ha sellado una alianza
irrompible con los últimos.
Esperanza también porque sabemos de las capacidades del
ser humano, de su creatividad, de su generosidad y de su bondad. Las vemos
en tantas ocasiones, que no podemos dudar de ellas. El ser humano es capaz de
lo más sublime. De esto somos testigos excepcionales en el apostolado social.
Y esperanza porque tenemos experiencia intensa de
que Dios nos acompaña en este empeño por un mundo más justo, sostenible,
donde los descartados tengan un lugar donde vivir. Dios, el que no nos deja
nunca, es el Dios de los más pobres, sus preferidos. No los abandona, ni nos
abandona.
Termino: como decía, tiempo para la compasión y la
solidaridad, para la renovación interior y para la esperanza. Nos toca
recorrerlo juntos, acompañándonos y apoyándonos mutuamente.