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Apostolado Social y Crisis CoVid19

Published by Patxi Alvarez at abril 13, 2020
  • Apostolado Social
  • Sin categorizar

Pensaba estos días que somos afortunados de poder contribuir a la misión de la Compañía desde lo que llamamos el apostolado social, nuestro querido sector social. Servir a las personas más vulnerables es una responsabilidad, pero también un privilegio. Se nos ha confiado atender las necesidades de las personas más desprotegidas. Es todo un don, y también una tarea. Desde esa condición de “regalados” y “atareados”, comparto algunas reflexiones.

Estos días sentimos el dolor de muchas personas y colectivos. En especial de quienes han enfermado y se encuentran ingresados en hospitales; o de las personas mayores que están atravesando en soledad este tiempo de confinamiento; o de quienes carecen de familia en la que apoyarse y sienten miedo; o de quienes deben despedir a algún familiar fallecido sin poder verlo ni celebrar el duelo junto a otros seres queridos.

Estos días también seguimos acompañando otras formas de sufrimiento, más conocidas, pero con nuevos matices: el de los menores con los que convivís; el de los migrantes expuestos a vivir en la calle, o con grandes precariedades, o sencillamente sin ingresos; el de las personas presas en las cárceles, que viven encerradas y con temor y sin apenas contacto exterior y el de las comunidades pobres de otros países que sienten que se les aproxima una ola que próximamente les sacudirá.

Pero no es solo el dolor de hoy el que nos preocupa, sino también el de mañana, que pronto llegará. Afrontaremos una severa crisis económica que empobrecerá a muchos y, que, si no se resuelve de un modo radicalmente distinto al de la última década, nos dejará graves secuelas de desigualdad. De hecho, no sabemos qué mundo quedará tras esta crisis, pero será diferente del que conocíamos. No volverá a ser el mismo, lo cual no deja de ser inquietante.

Un tiempo para la compasión y la solidaridad

En primer lugar, este es un tiempo para la compasión y la solidaridad, es decir, para padecer con otros y para sentirnos unidos a quienes más sufren. Conocemos muy bien lo que significa la solidaridad activa, la que se esfuerza en poner a disposición de otras personas todos los recursos que tenemos –humanos, espirituales y materiales–. Es lo que habitualmente hacemos, darnos por entero personal e institucionalmente. Esa forma de solidaridad activa suele plenificar interiormente, porque aunque podemos quedar exhaustos, tenemos el consuelo de saber que nos hemos entregado completamente, lo cual reconforta.

Nos cuesta más la solidaridad pasiva, que se debe conformar con estar al lado de quien sufre sin poder recurrir a una palabra o un gesto que alivie, porque sencillamente no los tenemos. Tal vez sea la forma básica de compasión humana, porque los seres humanos somos esencialmente frágiles y, a veces no podemos nada, sencillamente nada. Por eso, el primer modo de consuelo consiste en la presencia, la más desnuda presencia, aunque sea incapaz de dar nada más.

Pero hay una tercera forma de solidaridad, la de la solidaridad fracasada, es decir, solidaridad en el fracaso, mucho más dura, pero seguramente más honda, que ojalá no tengamos que probar, pero que debemos ser capaces de afrontar con entereza, llegado el caso. Es la solidaridad de quien comparte el fracaso de los que pierden o peor viven, al experimentar a su vez el fracaso de sus proyectos institucionales o personales. Es una forma de solidaridad intensamente cristiana, más comprensibles al final de la Cuaresma, cuando nos disponemos a acompañar la pasión de Jesús en la Semana Santa. Es la solidaridad de quien finalmente comparte destino, como hizo Jesús, haciéndose pobre con los más pobres. Empeñados en amar y servir a los más pobres sería difícil que no experimentáramos algo de esto.

Tiempo para la renovación interior

En segundo lugar, este es también un tiempo para la renovación interior. No podemos dejar pasar todos estos días de confinamiento sin darnos la ocasión de orar y reflexionar más y de crecer humanamente al ir más adentro. Este tiempo tiene una dimensión sabática que no podemos descuidar.

En realidad, es una oportunidad para recapacitar y cambiar nuestro rumbo como humanidad. El camino que ha emprendido el ser humano en este comienzo del s. XXI nos dirige a un despeñadero. Todos lo sabemos, pero carecemos de la voluntad colectiva para modificar esta dirección. Estamos distraídos, sin querer oír el ruido sordo que llega del desfiladero. No podemos seguir castigando la vida del planeta como lo hacemos y no podemos seguir aupándonos sobre el dolor de los excluidos –o indiferentes a él– para mantener nuestro modo de vida. La crisis del coronavirus será más larga o más corta, pero será pasajera. Sin embargo, la crisis socioambiental actual es de largo plazo, es el desafío de nuestra generación. Y para superarla necesitamos un ser humano nuevo, una cultura nueva, una forma de extraer, producir, consumir y desechar distintas, instituciones políticas que transformen las actuales estructuras de solidaridad, absolutamente insuficientes a nivel nacional y cuánto más a nivel internacional. Y posiblemente, precisamos otra espiritualidad y otra forma de vivir la religión.

Ese es el desafío de nuestra época. Hoy, con el coronavirus, experimentamos un escenario inesperado, que nos ha alcanzado desprevenidos. Si seguimos como hasta ahora, aguardan a la humanidad pasajes semejantes en el futuro, quién sabe de qué magnitud.

En esta crisis del coronavirus vamos a tener que tomar muchas decisiones sustanciales. En el plano personal, en el institucional, en el político y a nivel del mercado. Eso nos brinda la ocasión de modificar muchas realidades. Por eso, esta crisis puede ser una oportunidad para rehacer nuestra humanidad, para contagiar la virtud de la solidaridad, para crear estructuras de convivencia que protejan a todos y todas y para apearnos de nuestro consumismo desbocado y despreocupado. De ella puede nacer una ciudadanía global, con conciencia de que compartimos bienes globales que debemos gestionar para bien de todos. Seres humanos con un mismo destino de especie. Así que tiempo para recapacitar. De las cenizas de los desplomes pueden surgir las creaciones más generosas. Un sábado silencioso y confinado de renovación interior desemboca en un domingo creativo y luminoso.

Tiempo para la esperanza

Por eso, en tercer lugar, este es un tiempo para la esperanza. Esperanza porque somos cristianos y tenemos nuestra fe puesta en un hombre humillado, abatido y fracasado, que, frente a todo lo razonable, creemos que sigue vivo entre nosotros. Creemos que su proyecto de una humanidad reconciliada y en armonía con la naturaleza, proyecto por el que lo entregó todo, tiene futuro: porque Dios tiene futuro y con él los descartados y la vida amenazada, pues es un Dios que ha sellado una alianza irrompible con los últimos.

Esperanza también porque sabemos de las capacidades del ser humano, de su creatividad, de su generosidad y de su bondad. Las vemos en tantas ocasiones, que no podemos dudar de ellas. El ser humano es capaz de lo más sublime. De esto somos testigos excepcionales en el apostolado social.

Y esperanza porque tenemos experiencia intensa de que Dios nos acompaña en este empeño por un mundo más justo, sostenible, donde los descartados tengan un lugar donde vivir. Dios, el que no nos deja nunca, es el Dios de los más pobres, sus preferidos. No los abandona, ni nos abandona. Termino: como decía, tiempo para la compasión y la solidaridad, para la renovación interior y para la esperanza. Nos toca recorrerlo juntos, acompañándonos y apoyándonos mutuamente.

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Patxi Alvarez
Jesuit, graduate in systematic theology, doctor of sociology (international migration) and telecommunications engineer. He has been Director of the Secretariat for Social Justice and Ecology of the Society of Jesus. Elected member participating in the 36th General Congregation of the Society. He has worked in the NGO Alboan of international cooperation. He is responsible for Apostolic Discernment and Planning of the Province of Spain.

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